Dos de la tarde. Acera. Bochorno. Hambre. Aroma suculento. Cuatro tenedores.
Como el sol incide de plano sobre el cristal, me hago visera con las manos para ver bien el interior del restaurante. Observo con detenimiento. Es todo tan sofisticado, tan elegante... Las mesas, los manteles, las alfombras, las lámparas, los cuadros, la vestimenta de las personas que están comiendo... ¡Pero qué ropas! Miro con desdén mi vaquero gastado, mi camiseta y mis chanclas de dedo. Dónde va a parar. Ellos sí que saben los que es el refinamiento.
El estómago se me retuerce en dolorosos retortijones.
Me estoy preguntando qué valdrá comer aquí y si me dejarían entrar con mis pintas, cuando alguien me toca suavemente en el hombro:
—Perdone señorita, ¿sería usted tan amable de prestarme 200 euros?
Me vuelvo a mirar al individuo. Es un señor también sofisticado y elegante, como los que están comiendo dentro. Pero yo juraría que acaba de pedirme 200 euros. De hecho creo que me he equivocado poniendo interrogantes en la intervención. Voy a modificarla un poco, si no os importa:
—Señorita, haga usted el favor de colaborarme con 200 euros.
Me giro. Un señor sofisticado y elegante. Seguro que va a comer al restaurante y que yo estoy estorbando junto a la puerta. Pero no. No ha dicho: "Señorita, ¿sería tan amable de dejarme pasar?". Si no he oído mal, ha dicho otra cosa.
Un tanto aturdida replico:
—¿Disculpe?
—Que debe usted colaborar con 200 euros —repite. Tiene la palma de la mano extendida ante mí.
Antes de volver a decir nada le miro con atención. Me suena de algo, creo que le he visto en los periódicos, esos que miro de refilón cuando voy a merendar. Me debo de estar equivocando, porque con esta pinta que tiene de hombre de bien no debe de ser posible, pero yo juraría que me está atracando. Observo su mano en busca de una navaja o alguna jeringuilla usada, no sé, algo contundente de los bajos fondos, pero no. No hay nada.
De pronto le reconozco.