Desde que tengo uso de razón mi padre cuenta una anécdota que siempre nos tomamos un poco a chanza; supongo que nos la tomamos así porque si nos paráramos a pensarla un poco enserio sería como para echarse a llorar. Os pongo en situación: posguerra, campo andaluz. Un niño andrajoso y hambriento, pobre como una rata, recala por circunstancias X en el cortijo de un individuo bien alimentado que se está dando un ágape de queso con uvas. El pobre niño, poco acostumbrado a la contemplación de semejantes viandas, saliva por los cuatro costados y observa el bodegón con ojos como platos. No obstante, sea porque sus padres le han enseñado que pedir a los señoritos es de mala educación, sea por una especie de vergüenza, el niño no se atreve a decir esta boca es mía, hasta que se le ocurre dar un rodeo indirecto, de una sutileza magistral, para probar suerte. Dice:
-A mí también me gusta.
Y el individuo del ágape le mira de arriba abajo y replica, sin atisbo de broma:
-A mí me gusta más.
Y ahí queda la cosa. Las papilas gustativas del niño no probaron el sabor ni del queso ni de las uvas. Nada. Ni un triste bocado.
Tal vez el niño del queso y las uvas se vio algún día, ya de adulto, en la tesitura de negarle un ágape a un niño hambriento o de compartirlo. Porque en estos casos (los psicoanalistas sacarían a relucir multitud de teorías al respecto) las actitudes a adoptar suelen ser dos:
- Como a mí me han jodido, y fue doloroso, nunca haré que otro pase por lo mismo (suele ser el razonamiento típico de los padres que no le niegan nada a los hijos).
- Como a mí me han jodido, jodo a otros.
Y así nos luce el pelo, porque estoy convencida de que esa actitud es hermana de una que nos hace mucho daño, y es justificar los propios errores en el hecho de que "lo hace todo el mundo" o que si los demás me hacen daño a mí yo también haré daño para resarcirme.
No es raro ver hoy la honestidad relegada al plano de la tontura y tachar de idiota al que no defrauda a Hacienda, al que no se deja tentar por las innegables ventajas de la corrupción, al que consigue un aprobado o un ascenso sólo con el sudor de su frente, etc. etc. Y es que, como le dijo en su día Francisco Hernando, el Pocero, al alcalde de Seseña. "¡El único alcalde honrado de España! Eres un gilipollas".
Como no volvamos a poner la honestidad y el valor del esfuerzo en el lugar que les corresponde, no en política, sino en todos los ámbitos de la vida, ni crisis ni mondongos; de ésta no salimos.
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